Sí, estuve en Chile y visité la casa de Pablo Neruda en la ciudad de Santiago: La Chascona. Desde la calle no se percibe lo que hay dentro. Un muro de piedra separa la casa del exterior. Cuando crucé la puerta de madera blanca, sentí que el mismo Pablo me invitaba a entrar.
El comedor alargado, la barra de bar con el contorno ondulado simulando las olas del mar, escuché decir que la había comprado a un barco francés. Capitán de tierra firme le gustaba llamarse. Aquel comedor con forma de camarote, la mesa alargada y estrecha para poder sentir más de cerca a sus amigos. Lleno, lleno de figuritas y recuerdos que había ido recogiendo de los muchos viajes por el mundo. Me imaginé a un lado de la mesa a Diego Rivera, con su voz fuerte, y su corpulento cuerpo. Cuántas horas entre amigos. Creí escuchar a Matilde su amante, mujer y anfitriona, con su pelo pelirrojo y despeinado. Tan valiente. Capaz de enfrentarse sola a la dictadura. Era tanto lo que representaba. Tan tremendo su legado.
Vi el armario con aquella puerta camuflada, esa que daba a su recámara. Le imaginé sorprendiendo a sus invitados, apareciendo en el salón, de repente, por aquella puerta secreta. Las copas mexicanas de vidrio grueso y colorido que hacían que hasta el agua supiese mejor. La muñeca rusa. Todo un austero lujo de detalles. Acumulaba recuerdos en cada rincón de su casa.
Le podía imaginar frente al ventanal que da al jardín, desde el que se ve la cordillera. Pude observarle también muerto, en el ataúd del salón curvo, con toda su casa inundada. Otro bar con una gran cristalera (tres conté en la casa) y unos zapatos gigantes debajo de un abanico de madera, con fotos, sí, muchas fotos.
Pude entrar en su despacho y contemplar la mesa en la que escribía, la pluma, sus gafas de pasta gruesa. Los papeles escritos a máquina o con su inconfundible letra. Y vi sus libros, sus mapas y sus cuadros con vistas al mar, ese océano que le cautivaba.
Capitán, estuve en tu casa. Sentí que te hacía preguntas a las que tú me contestabas. Descubrí tus secretos y el león de peluche sobre tu cama. El teléfono desgastado y los jarrones chinos. Monte en tu barco, y sentí la brisa fresca de tu poesía, el arrullo de las olas al pie del cerro. Te descubrí en silencio, al anochecer, sentado leyendo alguno de esos libros franceses que tanto admirabas, contemplando la luna sobre Santiago, sumido en tus pensamientos de democracia y la libertad.
Al salir tras aquellos muros de piedra pude imaginar al gentío caminar calle abajo el día de tu muerte, a los amigos que llegaban a tu casa, los tanques y las pistolas que te vigilaban camino del cementerio, a tu mujer desconsolada, a la barbarie anegar la acequia. Maestro, Pablo, Capitán. Tu poesía es inmortal. Sí, estuve en Chile, y pude entrar en la Chascona, conocer tu casa, y tocar la silla donde escribías, el sofá desde el que leías y caminar entre tus cosas.