Cocinar no resulta tan sencillo como yo creía, cuando de verás me puse a ello comencé a entender lo importante que era ser creativo con los pocos recursos de los que disponía. Al igual que cuando se escribe un relato afilas bien la punta de tu lápiz, coges con sumo cuidado la libreta y frente a una primera hoja en blanco comienzas a escribir; cuando me pongo mi mandil de cocinero busco desde bien temprano en el mercado a los personajes de mi platillo, y os puedo asegurar que no me vale cualquiera. El protagonista de mis obras suele ser el pescado, me gusta fresco y de ojos transparentes. Me deleito viendo al señor que me atiende retirando suavemente con su afilado cuchillo los despojos, separando los lomos frescos de la espina y lavando con agua fría toda su herramienta. Observo con mi mirada curiosa los recovecos de su profesión y aprendo de su experiencia.

Ya frente al fogón comienzo a buscar los personajes secundarios, esos que acompañan y que a la larga dan tan buen sabor a los guisos y también a los relatos. Busco todos los ingredientes que me faltan para completar mi historia, esos los que marcarán la diferencia entre lo común y lo extraordinario.

Con todo ordenado frente a mí, en la mesa o frente al fogón, recorro con mi mente el esquema de mi trabajo, y trato de poner en orden cada uno de los pasos que he de dar para lograr el final que deseo. Aunque pretendo ser organizado y metódico, también me gusta innovar e improvisar en los últimos momentos, intento darle el justo sazón a cada relato.

Cuando tengo armada mi receta me deleito al desarrollarla paso a paso, observando lo que sucede y paladeando los resultados. En la cocina cada platillo exige su técnica y conocimiento del proceso, y a base de intentarlo llegas a conseguir resultados excepcionales.

Le he dedicado muchas horas a la cocina y a los relatos, y aunque a simple vista parece que no tienen mucho que ver, si el producto final deja un buen sabor, la satisfacción que te da el resultado hace que el esfuerzo merezca mucho la pena.

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