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¿A qué sabe un beso cuando lo único que se ha recibido en la vida han sido golpes? ¿A qué huelen los milagros que están a punto de suceder? ¿Cómo suenan las lágrimas cuando no dejan de caer? ¿Qué textura tendría el miedo si se pudiera tocar? ¿Cuál es el verdadero rostro de la desgracia, la cara de la tristeza, la mirada de la infelicidad?

Nació en un barrio pobre, en una ciudad violenta, donde los ricos eran muy ricos y la mayoría pasaba hambre. Nunca creyó en los cuentos de hadas, era bonita pero jamás soñó con príncipes, en su mundo solo vio lobos salvajes, seres hambrientos dispuestos a arrancarle con violencia su inocencia. Jamás pudo soñar.

Vino al mundo en la ciudad más grande del mundo una tarde de lluvias, entre un montón de escombro. Su madre la abandonó a su suerte cuando apenas eras un bebé,  y hoy, con tan solo diez años, ya era una niña adulta condenada a pedir. Dormía en una casa de chapa, cerca de un puente, con una mujer ciega y anciana, lo más parecido a una madre que en toda su vida pudo tener, no fue al colegio, no sabía leer.

Aquella mañana como siempre se levantó temprano, se puso un abrigo largo, se cubrió la cabeza con su capucha roja, aquella roída y sucia que meses atrás encontró en la basura. Hacía frío y andando despacio recorrió el camino hasta el semáforo donde solo dando pena y recogiendo monedas era capaz de sobrevivir.

Vio llegar aquel coche, como se paró junto a la acera, escuchó que un hombre la llamaba y fue hacia él. Había nacido desconfiada, era su forma de sobrevivir. Aquella persona la invitó a subirse al auto, le dijo que no. El insistió, prometió ayudarla, llevarla a un lugar de acogida, enseñarle cómo vivían otros niños de la calle que habían querido tener una oportunidad, le prometió que a cambio solo tendría que estudiar. Ella nunca lo hubiera hecho pero aquel día quiso creer y decidió arriesgar.

Aquel hombre la llevó a la parroquia y la invitó a comer. Se pudo dar un buen baño caliente, le  cortaron el pelo, le regalaron ropa limpia, le hicieron muchas preguntas y le ofrecieron que si aceptaba el trato podía volver y quedarse a vivir.  Aquella noche en su coche la acompañó a su chabola, la abuela ya estaba dormida. A la entrada el sacerdote le cogió la mano, la acarició el pelo, le dio un beso y se fue.

A la mañana siguiente se levantó aún más temprano, ilusionada en el semáforo creyó volverle a ver. El coche se detuvo, bajo la ventanilla y le ofreció subir. Era un hombre distinto, pero ella, llena de sueños y confianza abrió la puerta, subió y se fue.

***

El ruido seco de unos tacones golpeando sobre el suelo irrumpió el silencio de aquel café. Sentado junto a una de las ventanas se ve una calle ancha y vacía. Es el típico mes que más calor hace en Madrid. La vi entonces entrar por la puerta y caminar con decisión hacia mí.

— ¿Eres Javier?

—No, me llamo Gabriel.

—Ah…  disculpa… me he confundido.

 Media hora después aún seguía sentada y sola al otro lado de la sala, intentando disimular el plantón y concentrada entre las páginas de un libro. El camarero permanecía de pie, junto a la maquina que desprendía un delicioso olor a café, esperando la llegada de unos clientes, que a aquellas alturas del año, probablemente estarían de vacaciones en alguna de las playas del sur.

— ¿Me puedo sentar aquí contigo?, —me decidí a preguntar.

—Bueno…, a quien esperaba ha decidido no acudir a la cita —me confesó.

— ¿Qué lees?

—Es un viejo libro que encontré por casa.

Me explicó que se había citado a ciegas con un hombre que conoció por internet y que le había parecido un chico serio por las cosas que le escribía. Estuvimos durante media hora conversando. Ella me contó su vida, me dijo que era divorciada, que tenía una hija y que solo vivía para trabajar.

La invité a cenar y ella aceptó. Dejamos el dinero sobre la mesa de mármol y salimos juntos de aquel lugar. El asfalto desprendía aún un vaho caliente que ahogaba los sentidos. Estaba anocheciendo, pero el cielo aún tenía un intenso color azul. Del restaurante, nos fuimos caminando a una terraza llena de gente cerca de la Puerta de Alcalá. Allí le hablé de mi afición a escribir relatos, a la necesidad de inventarme historias, a mi pasión por descubrir personajes. Le conté que estaba soltero, que no había tenido hijos, y que vivía en un apartamento con una bonita terraza. Le reconocí que soñaba con dejarlo todo y dedicarme a viajar.

Aquella noche acabamos caminando juntos por el Parque del Retiro, vimos la luna junto al lago. Le hablé de mí, de mis dudas con las mujeres, de las horas que paso solo, de mi pasión por la literatura, de mis miedos a perder mi libertad. Nos miramos a los ojos y le cogí la mano, ella me pidió que no fuese tan deprisa, yo me sentí mal, avergonzado. Aquella noche la acompañé a su casa y no le confesé que el hombre con quien había hecho su cita a ciegas era yo.

Su rostro reflejaba el espíritu de su alma. Tenía la cara redonda y los ojos  azules, el pelo  rubio y la piel suave como la de un niño, una sonrisa cruzaba su cara y mostraba la sinceridad de sus sentimientos. Me enamoré de ella en cuanto la vi por primera vez, hace siete años, mis ojos recorrieron su anatomía perdiéndome con la imaginación entre sus caderas. La he querido más que a nadie en este mundo, pero desde hoy he decidido poner un paréntesis en nuestra relación y partir.

Son tiempos de crisis y no solo económicas. Cuando has terminado una carrera de ingeniero y llevas más de tres años sin encontrar trabajo algo más que un cambio necesitas darle a tu vida. Cuando las reservas se han debilitado hasta límites insospechados es cuando uno se siente obligado a renovar el espíritu de aventura y aceptar nuevos retos. «Volver a empezar» me repetía una y otra vez, «volver a empezar de nuevo aunque sea en otro país, reencontrar un rumbo para mi futuro». Esa idea me había perseguido los últimos meses hasta hacerme llegar al asiento de este avión.

Tengo solo veintiocho años y hace dos semanas recibí una oferta de trabajo de una empresa que requería mi incorporación de forma inmediata. Al aceptarla, estaré seis meses de prueba, después el contrato será por tres años. El sueldo es elevado y el proyecto muy interesante.  Durante mucho tiempo he esperado una oportunidad así, sin embargo dentro de un mes tengo planeado casarme y si mi novia se viene conmigo perdería su recién lograda oposición. Podéis imaginaros que una noticia así ha originado el caos en mi relación.

Ella lo tiene claro, no me va a acompañar. Yo le he propuesto un descanso en la relación, ella me dice que soy un egoísta y que si me voy será para siempre.

—No soy yo quien para darte consejos —me dijo mi padre hace unos días—. Tú mejor que nadie has de valorar las prioridades que más pesan en tu decisión.

—Sé de lo que hablas papa—le confesé—, irme es mi mejor opción. Llevo muchos años esperando esta oportunidad. Allá ella si no me quiere esperar.

Durante toda la semana la niebla había cubierto por completo la ciudad.  Tuve tiempo para recoger mis fotos y empacar lo máximo para el nuevo viaje. Leí en la prensa cosas de aquel país donde iba, de la pobreza en sus calles, del narcotráfico, de los temblores de tierra, de los secuestros, de la contaminación. Datos que no me invitaban a ser feliz. Traté de encontrar cosas más agradables por internet e intenté pensar en sus gentes, sus paisajes naturales, la comida, su música o su luz. Me sentí algo más aliviado.

Sin muchas maletas que arrastrar, abrumado por mis pensamientos y preocupaciones, me despedí de la familia y los amigos sin aspavientos. Aunque mi novia me acompañó al aeropuerto, en todo el camino no pronunció palabra. Le di un beso frío y me soltó la mano. Cuando el avión despegó sentí que mi equipaje más valioso se estaba quedando en tierra y que una etapa de mi vida posiblemente se iba a cerrar para siempre.

***

No estoy enfermo, aunque vivo unido a él. Me siento su esclavo, sé que lo necesito, dependo de él. Duermo a su lado, nunca lo apago, me inquieta no tenerlo cerca. Todas las mañanas me levanto cuando suena su alarma, antes de salir de la cama reviso mis mails;  hoy se le acabó la pila en la noche y llegué tarde a la reunión mensual con mi jefe; quizás por ello me despidan.

Ayer me olvidé de cargarlo así que estuve media mañana incomunicado, mi vida  ha sido un calvario; por fin lo he podido encender. Me relaja saber que está de nuevo conectado; cada cinco minutos vuelvo a mirar su pantalla.  Mientras navego por internet, por su culpa, casi tropiezo en el pasillo con mi jefe y le tiro el café; hoy lo mejor va a ser que me vaya a la calle. Digo que voy a visitar a un cliente y recojo el cargador. Bajo en el ascensor sin levantar mis ojos del teclado; con mi dedo gordo escribo a velocidad de vértigo; logro contestar así a uno de los mensajes recibidos que aún tenía en negrita en el buzón. Confieso que estoy sometido a la tiranía de la luz roja que parpadea cuando hay algo pendiente; nunca lo he intentado reconfigurar.

Me siento al volante, lo saco de mi chaqueta, lo pongo en el asiento del copiloto, conecto su música al coche. Está lloviendo y me acabo de incorporar a la autopista, de reojo lo miro cuando se detiene el tráfico. Vuelve a sonar, lo contesto, he visto un policía, ellos a mí por suerte no me vieron, aprieto el «manos libres» y le digo a mi jefe que para hablar tengo que salir al arcén.  Al girar a mi derecha no veo bien por el retrovisor y un camión me golpea con fuerza. Doy dos giros sobre mi mismo (como una peonza) hasta que me estampo contra una valla que se rompe y me acabo empotrando contra un árbol. Tras el caos viene la calma, una tensa calma; tan solo se oye un goteo continuo y una rueda girar. Estoy boca abajo, atrapado en este amasijo de hierro, entre el airbag y el cinturón de seguridad. No me duele nada y no sé si estoy muerto.

Comienzo a pedir auxilio  pero en seguida me callo: acabo de escuchar su melodía  sonar; lo busco con ansiedad entre todo este desastre; auscultó con la mirada mi alrededor: no veo más que chapa retorcida incrustada en el tapizado; sin embargo, entre dos trozos de metal parpadea su luz roja y brillante; me suelto con dificultad de lo que me aprisiona, me deslizo con cuidado entre los cristales sobre el techo y logro de nuevo alcanzarlo. Me siento muy aliviado.

***

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Cuántas tardes perdidas jugando con la Atari cuando era apenas un niño. – Estoy segura que eso con los años te va a pasar factura – le repetía una y otra vez su madre hasta lograr que aquellas palabras fueran con el tiempo a convertirse en una premonición cierta, en una profecía autocumplida, en el relato de un presagio consumado. No puede ser bueno pasarse horas y horas de tu vida pegado a un televisor con un mando entre tus manos, apretando unos botones de colores con tus  dedos, con especial mención al pulgar,  hasta lograr una pequeña callosidad en su extremo junto a la uña, adquirir en él una anormal habilidad de movimiento y deformarlo hasta combar el hueso hacia atrás. Era capaz de convertir la realidad en una mera prolongación de las partidas de los videojuegos a los que le gustaba jugar. “Al final la mente se te va a atrofiar Bernardito”, le decía su mejor amigo,  quién aunque no invertía tanto tiempo en perder el suyo como él, dado el mimetismo que había en aquella amistad sin duda iba camino de ello.

Hace poco contactó conmigo por el Twitter, pude entonces saber que había sido de su vida y ver muchas de sus fotos más recientes. Bernardo era ahora un hombre soltero que rozaba los cuarenta y pico años, que aún vivía con sus padres en una enorme casa de paredes empapeladas, con los baños con moqueta en el suelo al estilo inglés y con cuarto para el servicio, en el centro de la ciudad. De piel blanca, aún se mantenía delgado pero con una panza muy pronunciaba que si la observabas de perfil en contraste con su enjuto cuerpo tomaba la forma de un garbancito gigante: algo así como la boa del cuento del principito.

 Bernardo Vallejo era alto para el promedio de su generación y siempre le gustaba ir bien vestido, aunque para los demás resultaba un hortera y muy extravagante. Tenía una mirada penetrante y solía decir que esa era su principal arma de seductor. Lo cierto es que a su edad, vestido con aquellos pantalones hechos por encargo por un sastre del barrio al estilo “Levis” pero de cuero, con unos zapatos negros brillantes y sin calcetines, con una camisa de seda verde pistacho, lisa y muy bien planchada y con sus ojos azules provocaba en mi alguna que otra reacción encontrada.

Lo conocí en la escuela de curas al que mis padres me habían mandado toda la vida. Recuerdo que él entró el último año, era repetidor y lo habían rebotado de otro colegio. Parte de aquel año fuimos incluso compañeros de pupitre. No era mal tipo y tenía buen corazón. Me caía bien sobre todo porque me hacía reír; no tanto de él, porque podría ser cruel reírse de los demás, sino por las historias y aventuras que le pasaban y que continuamente motivaban mi curiosidad. El resto de los compañeros no le respetaban. Recuerdo que siempre andaba merodeando a las chicas aunque ninguna le hacía caso, tenía un amigo inseparable que era igual de estrambótico que él. Se creía guapo y con la obligación de decírselo a los demás. Coincidimos al año siguiente en la misma universidad pero, pasado el primer curso él tuvo que repetir. Yo por aquel entonces me eche una novia y de ese modo apenas volví a coincidir con él.

 En más de una ocasión durante todos aquellos años en la Escuela Superior coincidimos en algún bar de moda y siempre a altas horas de la madrugada. Cuando me encontraba con el siempre estaba solo, bebiendo ron con coca cola y sonriente, apoyado tambaleándose en la barra de un bar. Le gustaba frecuentar los lugares más concurridos y modernos y se consideraba un autentico experto en arte de ligar.

El otro día me mando un mensaje por el twitter para invitarme a su boda, no me lo podía creer, le escribí para disculparme y decirle que no iba a poder asistir, él me contestó que iban a ser cuatrocientos cincuenta en el banquete, que lo pagaba el padre de ella y que no se iba a notar mi ausencia; también me dijo que le mandara de todos modos el regalo que me lo agradecería. Me confesó en su último mensaje que no se casaba por amor, que había dado un braguetazo y que todo lo hacía por dinero. – “A mis cuarenta y cinco años ya es hora que me vaya de casa de mis padres, ¿no crees?». Fue lo último que me comentó.

Cuando las lágrimas brotan, cuando los dedos de las manos tiemblan, cuando el corazón se encoge por la angustia,  cuando los recuerdos se apelotonan y acaparan todos los pensamientos, resulta entonces prácticamente imposible escribir. Sin embargo, aunque hoy es uno de esos días tristes que quedará para siempre marcado en mi recuerdo, quiero tomar fuerzas y trazar con estas líneas un humilde homenaje al que he llamado desde mi más tierna infancia mi tío el del pueblo, el hermano mayor de mi madre, el que se quedó en la aldea de mis abuelos y del que tantas cosas sencillas aprendí.

Tío, hoy quiero recordarte aún con vida, lleno de fuerza, de vitalidad. Deseo imaginar que aún estas subido a la cerezal podando sus ramas o cortando el pasto de aquella pradera imposible y vertical. Soñar que aún te veo caminando entre los centenarios castaños del bosque buscando un buen tronco seco para la chimenea o que con tu faja de cantero sigues apilando con mimo y sabiduría una a una las piedras de un muro que con el paso de los años seguro seguirán sosteniendo la casa de nuestros antepasados.

Fuerza y vitalidad hasta el final, de genio explosivo, con un carácter duro y un entregado trabajador. Apasionado de la naturaleza y arraigado a sus orígenes “para que irse del pueblo si aquí lo tengo todo”. Protagonista de las fotos que en  mi  infancia, junto a mis padres y a mis otros tíos, me hicieron sentir cuando aún era un niño el valor de una verdadera familia. Sincero, directo y con buen corazón.  Cariñoso con los suyos, rebelde, insumiso y peleón.  

Tío, hoy no quiero llorar. Voy a anestesiar mis sentimientos con mis recuerdos, voy a imaginar que la mañana amaneció soleada y que juntos tú y yo nos vamos montaña arriba hablando de lo poco que queda para que comience la primavera, de cuando tenemos que cortar la hierba, de la abundante cosecha de manzanas que esperamos para este año o de la cantidad de cosas que aún te quedan por hacer. Quiero imaginarme que aún eres feliz entre tus gallinas, en tu cuadra, con tu huerta o en tu taller de carpintería donde tantas y tantas horas te entregaste a tu pasión. Poder hacer contigo planes para el verano y bajar al río todos juntos. Sentarme a comer en el jardín perdiendo nuestra mirada en el fondo del valle o escuchar tus historias de la guerra y las muchas necesidades que tuviste que sufrir.

Volviendo a la realidad, hoy siento que se he perdido para siempre una parte de mi propia historia, que se ha extraviado un libro maravilloso cargado de recuerdos y de momentos que ya no podré recuperar jamás. Me quedaré sin embargo con la alegre memoria de tus anecdotas, con el legado de tus consejos, con los higos, con las peras, las manzanas, las cerezas, las uvas crespas, y con todo lo que este año la generosa primavera nos va a regalar en ese pueblo donde junto a mi madre disfrutaste de toda una vida.

Relatos y otras pasiones. Por: Julio Rodríguez Díaz.

Cuando aquella mañana Hipólito Blanco se dispuso como cualquier otro día de su vida a levantarse de su cama pudo llegar a intuir que aquel reguero de sangre que serpenteaba caprichosamente entre los escalones de la escalera de su casa podrían llegar  a suponer el principio y el final de su propia historia. Mirando a su alrededor no resultaba difícil imaginar que todo cuanto acontecía en su vida carecía por momentos de cualquier lógica y que por otro lado, dada ya su avanzada edad, nadie podría creer ni imaginar que todo lo que en su entorno sucedía desde hacía mucho tiempo había dejado de tener un verdadero sentido.

Era el mes de diciembre, uno de esos días gélidos y opacos en los que el cielo de Madrid se puede dibujar con una simple raya de color gris delimitando el horizonte. A través de la ventana de su cuarto, el reflejo de la luz de la calle dejaba entrever pequeñas gotas de humedad flotando entre las sombras de la noche. Con un pijama a rayas y una camiseta raída por el paso de los años, aferrado a una piel desnuda y arrugada, deambulaba con insomnio de un lado a otro de la habitación sin lograr centrar sus pensamientos en algo más que el propio deseo de acostarse y dejarse llevar por el arrullo de unas sabanas blancas y recién planchadas.

Cuerpos inertes balanceados por el delicado viento de la soledad, personajes sordidos sin rostro que iracundos y desfigurados desfilan sin sentido por su mente:  implorando un descanso que no llega, meditando lo imposible, suplicando que la noche de paso al día y que esperando que las ideas se posen ordenadas a través de su pluma en la cuartilla en blanco que reposa sobre el escritorio.

Horas que pasan sin sentido. Como el reloj de su salón que detenido desde hace muchos años permanece parado señalando un instante sin acierto. Su vida como la del reloj, es la historia de un día que en su momento fue, que transcurrió y que en el último segundo se detuvo para siempre.

Filas interminables de anárquicos pensamientos que apilados en su cabeza, buscan ansiosos un camino por donde escapar, deseosos de tomar una forma lógica y sensata de expresarse, anhelando formar parte de una historia que perdure, de trasmitir un mensaje con sentido; anhelo que desde hacía tantos años aún no había podído conquistar.

Hipólito Blanco no era más que un viejo y fracasado escritor de tres al cuarto, que nunca supo dar forma a sus propios pensamientos y que ahora en el invierno de su propia vida, le atormentaban más que nunca aquella idea, y le obligaban a deambular delirando a cualquier hora, buscando esa historia que quizás no iba a encontrar jamás. Era una caricatura de quién había sido, una parodia y deformación exagerada de cuanto fue, alguien que sin aparentemente perder nunca la cordura seguía con todo su ímpetu y su empeño intentando dejar un legado. Cuantas horas tecleando sin sentido, cuantos días desperdiciados entre libros, cuanto esfuerzo en vano y ¿para qué?

Pies marchitos que se arrastran desnudos por una fría alfombra de una habitación apenas iluminada por los débiles destellos de las farolas de una calle solitaria en el centro de Madrid. Pies que sostienen el peso casi inerte de quien solo espera y ya no anhela. Pasos que logran finalmente encontrarse con aquella mancha roja y pegajosa que de la sien de aquel cadáver había comenzado a fluir a borbotones en su propia casa.

Hipólito Blanco se quedó absorto ante aquella visión macabra y morbosa. Su mente despertó de su letargo conmovida por una escena más propia de una de sus delirantes fantasías literarias que de una innegable realidad. Un escalofrío electrocutó sus pensamientos y con su mano izquierda frotó con ímpetu sus ojos intentando borrar de su mente aquel estresante delirio. Hipolito Blanco sintió que después de tantos años le había encontrado. Aquel ser que yacía en su casa y que durante tanto tiempo había estado buscando era sin duda el personaje de su propia historia. Aquel ser inerte era él mismo: el protagonista de su propio libro.

Arrastrando sus pies sobre la alfombra se dió la vuelta y se sentó sobre la cama, deslizó su cuerpo debajo de una manta estampada,  acomodó delicadamente la almohada debajo su cabeza y esbozando una sonrisa de trascendente satisfacción se quedó profundamente dormido para siempre.

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